miércoles, 16 de diciembre de 2009

LA VUELTA AL TIGRE


1:30 PM. Esperaba mi vuelo de regreso en el aeropuerto internacional de República Dominicana, mientras Caracas aguardaba por mi para completar el trabajo que había comenzado en la mencionada isla.

Llegue a la hora indicada, chequeo, aduana, todo perfecto.

Una vez en la sala de espera, las sillas se llenaban poco a poco, el vuelo estaba retrasado. La gente empezó a preguntar, a pararse, tomar agua, a preguntar nuevamente, a comentar. Después de un tiempo prolongado, el ambiente se puso peor.

Nadie daba información, por ende cualquier señorcito vestido con el uniforme de la aerolínea era target perfecto para abordar con inquietud. Él, después de pensar la razón más creíble agrega, “estamos cambiando un caucho”.

“Estamos cambiando un caucho”, ¡un caucho!, ese señor definitivamente no sabía que ese vuelo iba a Venezuela y que los venezolanos tenemos un sexto sentido que nos permite descubrir cuando algún pana no tiene la menor idea de lo que está diciendo. Obviamente no le creí, ninguno de nosotros le creyó.

En eso pasaron cuatro horas de espera, sentía que le cambiaban los cauchos a todos los aviones del aeropuerto. Por supuesto, se armó el alboroto. Señoras, viejitos, hombres, mujeres y niños frente a la puerta queriendo comerse vivos a todos los trabajadores de la línea aérea. Yo fui más allá, necesitaba alguna explicación, pero me amargó la segunda respuesta tanto como la primera, “están cambiando una pieza ahí”. Con esto sí quería acabar con el mundo.

Salí de la sala de espera. Milagrosamente los señores de la aduana me dejaron salir y volver a entrar cuantas veces se me ocurrió, nadie me revisa, nadie me detiene, y decido entrar en la parte interna del aeropuerto donde un cartel decía, Área Restringida. Busqué a alguien que me dijese cuándo DIABLOS me iba, toqué una puerta, nada pasaba, nadie aparecía. La molestia iba en aumento. Sin respuesta regresé al sitio inicial, pero para mi sorpresa no había nadie.

El avión había salido y sin mí. Es decir, me dejó. Sola, ahí, sin chance de poder arreglarlo, sin plan B, sin nada otra vez. Tanto nadar para morir en la orilla.

Lo que siguió fue un ataque de risa post trauma durante quince minutos sin interrupción, no lo podía creer. Después de estar trabada del shock, me relajé y disfrute de la experiencia.

Así, por horror y error, pude darme una vueltita por la República Dominicana.

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